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Chapinero del Amor X: Opción C

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Chapinero del Amor IX: Opción B


Saúl se oculta de nuevo bajo la alcantarilla. Frente a él, amenazante, se encuentra Axel.

-Si nos juntamos podríamos cazar más gente –le dice- Con tu astucia y mi habilidad para vestirme de acuerdo a la ocasión podemos sobrevivir este holocausto.

Axel duda aunque las palabras de Saúl lo han hecho sonreír. Decide perdonarle la vida, por ahora, y piensa que al fin y al cabo necesita algo de compañía para no enloquecerse del todo. A la semana Saúl decora la cueva a su manera: pinta las cadenas de colores fosforescentes, pone velones flotantes sobre las aguas negras y afuera, un letrero hecho con huesos que reza ‘Chapinero del Amor’.

Su compañero siente deseos de asesinarlo cada noche pero ya no imagina la vida sin él. Dedicados al canibalismo logran sobrevivir por algunos meses la pandemia zombie. Al atrapar a una de sus víctimas Saúl queda perdidamente enamorado –de nuevo- y traiciona a Axel. Preparan carne molida y con una harina que consiguen en el devastado supermercado hacen empanadas de rastafari.

Fin

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Chapinero del Amor VIII: Opción A


Saúl decide salir a la calle. El zombie Arnoldo lo identifica y lanza un gruñido que alerta al resto de deformes. Detrás de Saúl se encuentra Axel, quien lo persigue con cuchillo en mano. Ambos quedan en mitad de una horda de veloces zombies; cincuenta al menos. Se lanzan sobre los cuerpos de la pareja y los devoran en menos de dos minutos. Debido a la cantidad de muertos vivientes, Arnoldo no alcanzó a probar la carne magra de su ex-amante pero se conforma con chupar algunos huesos al final de la faena.


Fin

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Chapinero del Amor VII: Humanos, después de todo


Despertó tendido sobre unos costales sucios, con la imagen de Axel de espaldas, descamisado, intentando encender una fogata. No se pudo mover: la falta de alimento lo tenía débil. Entreabría los ojos y, a su alrededor vio cadenas y manchas de sangre. La cacería de zombies, supuso, era algo en lo que Axel parecía muy hábil. Pronto se acercó hasta él y le dijo:

-Estoy preparando algo que te gustará. Creo que en realidad deberías bañarte.

Y le señaló un tanque sobre el que caía una gotera, al fondo de la gruta. Axel lo ayudó a levantarse, acompañándolo hasta ese punto. Saúl no supo qué hacer: no acostumbraba desnudarse frente a extraños sin un contrato pre-nupcial firmado, mucho menos se sentía capaz de tomar una ducha en presencia de un desconocido y en aquellas paupérrimas condiciones. Con mucho pudor se deshizo de su ropa –oh su amada ropa- vomitada y hedionda a cañería. Tomó con las manos un poco de agua, la pasó por su cara y vio el resultado ennegrecido. La voz de Axel lo asustó.

-Ven, debes hacerlo bien –le dijo.

Empezó a echarle agua encima, limpiándolo con firmeza con una esponja vieja. Le agarró con fuerza una nalga, mirándolo fijo a los ojos y mostrando los dientes. De nuevo Saúl se excitaba, inconteniblemente; así lo hizo saber con una fuerte erección.

-Me lo quiero comer –dijo Axel, pasando su lengua por el trasero de Saúl y rematando con un mordisco.

Saúl dio un salto y soltó una sonrisa: era la primera vez que sonreía desde su llegada al apocalíptico Chapinero. Según aquel test que había hecho alguna vez en Vogue ésta era una de las doce señales inequívocas del enamoramiento. En la pregunta número 7 Saúl tenía algunas dudas:


Señales inequívocas del enamoramiento: ¿Perdidamente enamorada?

7. ¿Piensas que tu hombre es una persona digna de tu total confianza?
A. Sí, cien por ciento
B. En algunas ocasiones
C. Aún debe ganarse mi confianza
D. Siento que debemos conocernos mejor


Saúl no supo qué responder ni entonces ni ahora; con los dientes de Axel clavados en su nalga izquierda. Pero si habría de responder, de seguro se inclinaría por la opción D ya que aún no sabía muy bien qué pensar del extraño: ¿estaba intentando seducirlo o sólo era todo este asunto del apocalipsis zombie gay lo que lo mantenía interesado? ¿Y cuándo acabara todo qué? Se alejó un poco, dando a entender a Axel que él podía acabar solo con su baño. La mano de Axel se deslizó por entre sus mulos, llevando un dedo hasta el orificio. Se detuvo y sonrió.

Durante su baño, Saúl pudo detectar el olor de algo que Axel cocinaba a fuego lento, en leña. Era como una combinación de cerdo y cordero que le hizo agua la boca y lo llevó, como hipnotizado, hasta la fogata del rastafari.

-Huele bien, ¿no? –dijo Axel, con una sonrisa retorcida.

-Huele muy bien –respondió Saúl- ¿Qué es?

-Ya lo sabrás.

Axel sirvió algo del contenido viscoso de la olla en una taza de metal. Se veía espeso, rojizo y poderoso, con un buen pedazo de carne que bollaba sobre un caldo burbujeante. El plato le fue ofrecido.

-Espera, tengo una cuchara.

Saúl se apenó de sus terribles modales: incluso Axel, ese salvaje que había sobrevivido en las alcantarillas por tanto tiempo, se veía mucho más civilizado. Le pasó la cuchara.

-¿Tú no vas a comer?

-Comeré más tarde. Toda esta emoción me cerró un poco el estómago. ¿Qué tal está?

-DE-LI-CI-OSO –respondió Saúl con la boca llena.

-Debes alimentarte bien. Debes estar hambriento.

Saúl había acabado con el primer plato cuando recordó preguntar qué contenía aquella receta tan nutritiva que Axel le había preparado. Le sabía como a cerdo pero no estaba tan seguro que otro ingrediente contenía.

-Adivina –Axel se puso de pie.

Saúl no daba con el sabor. Tomó una cucharada, mucho más profunda esta vez, para lograr que sus papilas gustativas captaran todo el sabor del especial platillo. Algo duro se enredó entre sus muelas. Tal vez un huesillo de pollo, pensó, mientras intentaba sacarlo con sus dedos. Eso era: tal vez se trataba de un sancocho trifásico. Saúl logró sacar el objeto que había tronado en su boca y vio que se trataba de un diente humano. Se estremeció. El plato de metal fue a dar a un lado de la hoguera. Saúl saltó, sorprendido, con ese diente filoso aún en sus dedos. Lo dejó caer.

-La carne humana es lo único que se puede comer por estos días, Saúl. Son ellos o nosotros. No se puede sobrevivir de lo que quedó en los supermercados; hay que cazar. La carne de los fenómenos es muy mala, dura, en cambio –se fue acercando veloz hacia Saúl- la carne humana –se detuvo oliendo el aire- es tan blanda, tan fresca, como la que acabas de comer.

Saúl sintió arcadas. Lo que había devorado era el cuerpo o la parte del cuerpo de un humano. Eso le preocupó aún más: ¿qué parte era la que había comido en el primer plato, qué podía tener ese gusto suave pero chicloso, con aquel fuerte olor? La sonrisa de Axel se tornaba ahora macabra: lo miraba, más que con deseo, con ganas de devorarlo. Pudo imaginarlo hartándose con sus gruesos muslos. Ahora entendía que las cadenas en la cloaca no eran para sometimiento de fenómenos sino de sobrevivientes, de los que como él, estaban por ahí escondidos en Chapinero. El rastafari se acercaba con decisión; sacó de su bota un cuchillo, afilado, oxidado. No había a dónde huir y en el enfrentamiento Saúl saldría vencido. Se quedó inmóvil.

-Y tú tienes un sabor tan especial –lo sometió tomándolo del cuello- Te voy a preparar y administrar muy bien, no te preocupes. Servirás para varios días.

La idea de ser cercenado, abierto y cocinado volvió a generar nauseas en Saúl. Sin más volvió a soltar una catarata de vómito encima de Axel, esta vez sobre su cara, rociando sus ojos, dejándolo ciego por varios segundos. Saúl huyó, aún con ese sabor a vómito y carne humana en la boca, intentando encontrar la salida. Se escucharon los gritos de Axel siguiéndole.

Saúl logró ubicar una escalerilla que llevaba a una tapa. Lo llevaría a la calle, plagada de zombies, pero si contaba con suerte podría esconderse en otro lugar. Se asomó, viendo que una figura imponente deambulaba por la acera: Arnoldo había sobrevivido.

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Chapinero del Amor VI: Adiós a Chapinero del Amor

Un fuerte estruendo se escuchó escalera arriba. Saúl y el extraño voltearon, viendo a Arnoldo sostenerse, amarillento, sobre el nicho donde se encontraba la Virgen. La imagen se había estrellado contra el suelo y la cabeza pesada de la madona de lágrimas de sangre rodaba por las escaleras yendo a dar a los pies de Saúl.

Un estallido se escuchó, muy cerca de la oreja de Saúl, dejando un fuerte pitido incrustado en sus tímpanos acompañando una densa capa de humo que no le permitió ver ni a la Virgen ni a Arnoldo. El extraño abrió la puerta, tomando a Saúl de un brazo, arrastrándolo hasta la calle. Su cerebro aún se sacudía por aquella fuerte explosión; trató de enfocar a su salvador de trenzas enredadas y vio su boca moverse, cómo hablándole. Podría estar diciéndole que corrieran, más rápido, vamos, que allí viene esa gente sucia o podría estar diciéndole que no veía la hora de darle un beso. De verdad, visto detenidamente, este rastafari tenía su encanto para Saúl: la falta de un buen baño, el mostacho mal peinado y ese olor a humedad que se alzaba por encima de la podredumbre. En efecto, la horda de locos se acercaba, con su característico olor, armando una gritería que hasta Saúl, en su parcial sordera, alcanzaba a escuchar.

No alcanzó a despedirse de su amor pero ya su corazón latía por el rasta. No era tan difícil, después de todo, saltar entre estilos: del darks al reggae no había mucho camino, ¿cierto? Además su dieta obligada de los últimos días iba perfecto con aquella aura supernatural, relajada, de moños sucios, vegetarianismo y amor y paz que emanaba el recién conocido. Los malvestidos aparecían de todas las direcciones y el rasta lanzaba sendos disparos desde su shotgun de vigilante. Los gruñidos se sentían más cerca, así el paso de huida de la pareja. Un cuerpo cayó del aire, reventando contra la acera, haciendo que los fugitivos se detuvieran. Intentaron esquivarlo pero una de las piernas de Saúl fue sujetada por el zombie, reclamando un poco de carne. El bicho llevaba una peluca sucia de color rojizo cuya capul llegaba más allá de los ojos. Alcanzó a hincar sus dientes podridos en los zapatos nuevos de Saúl, con furia, con esa misma mal de rabia con que atrás se acercaba un grupo de veinte, al menos. El primer golpe no fue suficiente para aniquilarlo; se necesitó que el rasta enterrara muchas más veces la cacha de su arma en el cráneo, hasta que un hedor, más fuerte que el que se había sentido en todos aquellos oscuros días, salió de la cabeza del muerto-vivo. No había nada más que una maraña de gusanos en la cabeza del fenómeno-travestido pero su vestimenta y mal gusto podrían causar mayores náuseas. Los dientes del cadáver habían quedado pegados de la punta de su zapato y tuvo que machacar la caja contra el suelo hasta lograr deshacerse de ellos. Correr, correr como locos, entonces; una cuadra, dos, un giro y un salto veloz, ligera como pluma, tiesa como tabla hasta deslizarse por una especie de tubo, en total oscuridad. Se escucharon ecos de gruñidos a través del túnel, sonidos metálicos que hacían creer que aquella estructura se retorcía, anunciando su destrucción. Por ella resbalaron un minuto o dos, yendo a dar a un caño de aguas sucias en el que Saúl quedó sumergido por completo. Era el fin: la aventura había terminado para él, que siguieran la historia sin su presencia o contrataran a un doble para escenas de acción, todo tenía un límite y había soportado los días de hambre, la mal de rabia de Arnoldo y los disparos en su oído pero no, aguas negras no, aguas llenas de popó con mojones flotantes a su alrededor no, aguas que lo arrastraban hacia el centro putrefacto mismo de Chapinero del Amor no, porque eso sí no, para eso no estaba hecho Saúl. Una mano lo tomó de brazo y lo hizo subir.

Tosiendo agua y cubierto de un verdín hediondo, Saúl era rescatado por el rasta anónimo: era la segunda vez que salvaba su vida; sólo hacía falta escuchar su voz para convencerse de que este era, el que estaba esperando, de quién se enamoraría por completo.

-¿Estás bien? –preguntó

Saúl continuaba tosiendo, algo aturdido.

-Estoy bien –dijo, retirándose cosas verdes de la cabeza- ¿En dónde estamos?

-Son las cloacas, el único refugio seguro en Chapinero.
-Del Amort 

-¿Qué dijo?

-Nada, no dije nada.

-Pero me pareció escuchar…

-Que no he dicho nada, cálmate…

-Ok

-Me llamo Saúl, puedes tutearme

-Mi nombre es Axel, mucho gusto, Saúl.

Estrecharon sus manos. En aquel momento debería haber empezado a sonar la melodía de ‘My inmortal’ de Evanescence pero no, lo que se escuchó fue la barriga de Saúl retorcerse.

-Debes tener hambre

-Tengounfiloquesimedoblomecorto

-¿Cómo?

-Nada

Al parecer el español no era conocido en esta nueva civilización de alcantarilla. ¿Qué podría usar Saúl en aquel lugar? Un ambiente helado, deprimente, oscuro, al que se tendría que adaptar, por lo visto, y decorar, si era posible. 

-También deberías bañarte –le sugirió Axel.

-¿Qué? ¿Huelo mal?

Axel sonrió. El humor a la defensiva de Saúl parecía agradarle. El flechazo era mutuo: Saúl Louis también lo veía con deseo, ahora, a pesar de la suciedad y la maraña de pelo, le gustaba, le parecía salido de otro mundo, en verdad, y aunque no era muy su estilo pudo verse junto a él en el siguiente listado de situaciones:




  • Comiendo helado
  • Huyendo de un grupo de zombies
  • Durmiendo
  • Cavando tumbas para enterrar cuerpos incinerados
  • Comiendo
  • Bañándose
  • Follando
  • Casándose
  • Casándose con una corte de zombies
  • Huyendo de los zombies
  • Besándose


Saúl sintió los resecos labios de Axel robarle un beso. Se excitó pero se contuvo de seguir besando. Ese segundo durante el cual sus barbas se rozaron lo había hecho bullir, luego de tantos días de encierro y soledad, el encuentro con alguien sumado a la huida; lo sacudían por dentro, revolvían sus jugos gástricos de tal forma que sentía algo desprenderse. Su boca se abrió de nuevo, pero no para ofrecer un beso, sino para expulsar todo ese nuevo amor del que era víctima en forma de vómito rosado encima de Axel. Saúl Louis perdió el conocimiento. (Continúa)

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Política(mente) Correcto

A Gallardo le había costado mucho quedarse callado durante el resto del viaje con Gustavo. Siguieron sonando canciones de rock en español pero ni el conductor ni él pronunciaron palabra. Entrando a Medellín, Daniel Gallardo suspiró y sintió que se encontraba cada vez más cerca de su encuentro con Yesid. Gustavo se despidió, dejándolo a un lado de la autopista:

-Se cuida, parcerito. Y ya sabe que calladito se ve más bonito.

La camioneta partió con Gallardo acercando su teléfono a la oreja. Hacía mucho tiempo que no veía a uno de sus amantes paisas: Lugo Duzán, un político aspirante a la Alcaldía de Medellín que podría sacarlo de apuros y llevarlo a pasear por los alumbrados de la capital de la montaña. Después de todo dentro de pocas horas sería su cumpleaños. Lugo contestó, emocionado, y minutos después se encontraba recogiendo a su amorcito.

-¿Y por qué no me avisó que venía antes, amor?

-Porque lo decidí todo de último momento y quería sorprenderte, Lugo.

-Yo lo he extrañado mucho.

-Yo también pero a veces creo que no te importo nada –Gallardo hizo pucheros.

-No diga eso, amorcito. Mira que cuando estoy sin vos la Coca-Cola me sabe a Pesi.

-A Pepsi –Gallardo sonrió con sorna- Qué rico. Llévame a ver las luces.

Lugo tomó la ruta al lado del río y Gallardo se sumió en profundos pensamientos. Se preguntaba en dónde estaría Yesid a esta hora, si lo estaría pensando y si, quizás, estaría siendo parte de un gangbang. Las bellas luces navideñas lo marearon pronto y pidió a Lugo que lo llevara a su casa.

-¿Y qué quiere de cumpleaños, amorcito?

-Nada –mintió Gallardo- el mejor regalo que puedo recibir es tu cariño y tu presencia, Lugo. ¿Sabes? Para mí las cosas materiales son sólo eso: juguetes que nos entretienen durante un rato pero la verdadera felicidad está en los momentos, rodeados de las personas que amamos. Hace mucho tiempo que no paso un cumpleaños en familia y estar contigo y tu mamá, es lo más especial que me puede pasar en estas fechas –terminó, con la mirada perdida y sin despabilarse.

Al cerrar los ojos, Gallardo sintió un leve mareo y el camino de luces, que creía haber visto terminar hace unos segundos, volvía a empezar ante sus ojos, como en una especie de seductor deja vu.

-¿Y qué quiere de cumpleaños, amorcito? –repitió extrañamente, Lugo.

-Ya te había contestado. ¿No me oíste?

-No me había dicho. Cuénteme que quiere, haber.

-Pues, te había dicho que nada. Pero se me ocurre que tal vez podríamos ir de compras y que gastes todo el dinero que obtienes de la política en mí, dado que soy como un bien del Estado y sería bonito que reconocieras mi superioridad de esa forma. También me parece que deberíamos comprar algo de ropa para ti ya que esos zapatos mocasines que usas fueron declarados Delito de Lesa Humanidad en el año 2000 durante el Acuerdo de Utatlán en Guatemala. En serio, mis ojos están sangrando al verte conducir con esas cosas.

Gallardo se había arriesgado a contestar con algo de su incomprendido humor, estando seguro de no haber alucinado su respuesta anterior. Vio de nuevo las luces terminar y al segundo, siguiendo el río, los alumbrados a toda velocidad, volvían a repetirse, como si se tratara de un sueño. ¿Qué sucedía? Empezó a temer que alguna sustancia desconocida se hubiese apoderado de su mente, haciéndolo alucinar y que ahora mismo su verdadera apariencia fuera la de un comatoso, pálido, al lado de Lugo. La escena volvía a empezar.

-¿Y qué quiere de cumpleaños, amorcito?

Gallardo pensó esta vez su respuesta. Quizás se trataba de una especie de juego que Lugo trataba de hacer para escuchar lo que quería. Dudaba de la inteligencia de su amante pero eso no lo impedía de ser capaz de imitar alguna trivia vista en TV. Agudizó la mirada, volviéndose a Lugo y diciendo:

-¿Qué quiero de cumpleaños? Ummmm- puso su mano en la barbilla- Quiero que me folles, Lugo. De las formas que quieras y en los lugares más exóticos que se te ocurran. Puede ser aquí en el carro o en la oficina donde haces tus negocios turbios. Allí mismo podríamos tirar sobre todo ese dinero y luego limpiarnos el semen con billetes.

Gallardo mantuvo su mirada fija en el camino sin perder detalle de las luces que se sucedían, reflejadas en el río. No había reacción alguna de Lugo frente a su caústica respuesta lo cual indicaba que en segundos volvería a repetir la pregunta. Las luces no terminaban, el camino se repetía como cada capítulo de Friends, ese mareo, esa sensación de estar bajo el influjo de un poderoso sopor.

-¿Y qué quiere de cumpleaños, amorcito?

La pregunta se repetiría hasta que Daniel Gallardo encontrara la respuesta correcta o sufriera un aneurisma cerebral diciendo que lo que más deseaba era la paz mundial, entre vómitos y convulsiones. Pensó que podía salir de este bucle, evaluando otra pregunta a Lugo, como sea que el político estaría acostumbrado a dar mejores y más populares respuestas que él.

-¿Qué te gustaría regalarme, Lugo?

Gallardo lo miró sin parpadear. Lugo conducía, inexpresivo, por causa del bótox que se había aplicado dos días atrás. Respondió:

-Me lo voy a secuestrar, amorcito –e hizo una mueca sonriente.

A Gallardo no le parecía poco probable que todo el episodio fuera parte de uno de sus juegos mentales. En ocasiones, era capaz de adivinar la respuesta o pregunta de su interlocutor, mucho antes de que en realidad fuera emitida. Las alucinaciones y el sentimiento de desasosiego eran normales, en la medida que llevaba dos noches seguidas sin dormir. Lugo dio por fin un giro y anunció estar cerca de su casa, donde estarían su madre, su padre, la sobrina y la perra french poodle que custodiaba la tranquila residencia paisa. Gallardo pensó que este hermoso retrato católico-conservador recalcitrante, serviría para poner a prueba su tolerancia, decoro y diplomacia, cualidades de las que no hacía gala desde 1999. Al entrar, Lugo le anunció que cenarían todos juntos y que posteriormente irían a la cama, en habitaciones separadas para no levantar sospecha entre sus familiares.

-¡Amá! – gritó Lugo- Vengo con compañía

Una señora gorda y canosa lo recibió como si lo conociera de toda la vida. Le dio un abrazo a Gallardo y le hizo seguir, diciendo cosas en un acento paisa ininteligible, pesado, como el fuerte inicio de una estática. Gallardo sacudió un poco la cabeza y sólo acertó a decir tres veces gracias. Pasó a la sala de la casa, de muebles viejos, objetos verdes y porcelanitas aquí y allá. Se sentó pronto en una poltrona, con las manos en las piernas, temiendo que aquel deja vu se volviera a repetir. La falta de sexo, de seguro, lo ponía así; concluyó. Buscó con su mirada, aún sonriendo, un lugar en medio de la sala al cual asirse para lograr ponerse de pie de nuevo. Sólo encontró a sus pies a la pequeña french poodle, oliendo sus zapatos y rozando su pussy contra los cordones.

-¡Susy! –gritó la señora- ¡Dejá al invitado quieto, eh! Usted debe tener perrito en su casa, ¿no? Ellos sienten el olor de otro animal y eso se lanzan.

-Sí, señora…-Gallardo no recordaba el nombre de la matrona paisa- Tengo una perra y tiene mucha actitud. Se llama Isabella. Bueno, en realidad no es mía, es de Jimbo, mi compañero de apartamento pero nos la llevamos muy bien Isabella y yo.

Gallardo dijo la frase mirando al frente, sin encontrarse con la mirada de la madre de Lugo, quien quedó de pie a su lado, sin quitarle a la perra de encima. Susy seguía frotando su canino clítoris contra el pie de Daniel; descarada, jadeante, pidiendo más.

-¡Susy! –gritó de nuevo la madre de Lugo- ¡Dejá al invitado quieto, eh! Usted debe tener perrito en su casa, ¿no? Ellos sienten el olor de otro animal y eso se lanzan.

Gallardo, inserto en otro bucle mental, supo que no se trataba de una alucinación: la imagen de Susy copulando con su zapato era tan vívida que incluso el joven extendió su mano y pudo palpar el felpudo en la cabeza de la perra. Abrió grandes los ojos, Gallardo, enfocando a la madre y le dijo:

-Su perra debe ser lesbiana, señora… -continuó acariciando la cabeza de Susy- Porque sí, tengo a Isabella, que es una perrota. Una mitad Rhodesian Ridgeback, mitad Fila Brasilero, que se follaría sin compasión a su pequeña pussy, digo Susy.

La señora continuó impávida, como si nada, permaneciendo de pie, con su vestido primaveral y sus botichanclas de abuela. Gallardo retrocedió, dejó de acariciar la cabeza de la perra y empuñó su mano sobre la mejilla. Esperó que la escena reiniciara.

-¡Susy! – retumbó en los oídos de Gallardo- ¡Dejá al invitado quieto, eh! Usted debe tener perrito en su casa, ¿no? Ellos sienten el olor de otro animal y eso se lanzan.

El mensaje esta vez no tuvo eco. El joven permaneció en su posición y sólo sonrió con algo de sorna, pronto viendo como Susy se alejaba hasta otra esquina, olfateando las baldosas. De las escaleras bajaba el padre de Lugo, llevado de la mano por Marianita, la sobrinita, a quien Gallardo recordaba de visitas anteriores. Se acercaron a saludarle, con el cerebro de Gallardo aún sacudido por el bache: ¿de qué se trataba todo este episodio  surreal? ¿por qué sólo él parecía experimentarlo? –y aún más importante- ¿ya estaría la cena lista?
La madre de Lugo –cuyo nombre no sería recordado ni en este ni en ningún otro capítulo- volteó hacia la cocina, con la mirada un poco perdida, en busca de unas arepas. Ya en la mesa, la familia se distribuía del siguiente modo: el viejo y la niña en el ala derecha del comedor, Gallardo y Lugo al lado contrario y la matrona a la cabeza. La doña distribuyó las arepas, con rala mantequilla encima y pocillos de aguadepanela para cada uno. Marianita, quien se caracterizaba por ser una dulce perra, miraba a Gallardo con los ojos cruzados: tenía la necesidad de acaparar siempre la atención de todos en la casa y los invitados la exasperaban. La niña propuso una oración.

-Demos gracias a Dios por los alimentos recibidos –entrelazó sus manos- Gracias, papito Dios, por esta comida que muchos niños en la calle no pueden recibir. Te damos gracias también porque hoy está Daniel con nosotros, compartiendo esta cena y siendo parte de nuestra bella familia.

La niña sonrió, buscando aprobación y volteó a mirar a Gallardo con ojos de posesa.

-Amén –respondieron todos.

Marianita continuó hablando:

-Abuelita, imagínate que el otro día vimos en el colegio el documental que hicieron del Papa. Me dieron tantas ganas de llorar, abuelita, de verdad que ese señor era muy bueno.

-Juan Pablo II ha sido el mejor Papa, de eso no hay duda –remató Lugo.

Antes de responder una de sus usuales barbaridades, Daniel Gallardo reflexionó: si los episodios se estaban repitiendo se debía a que cada vez que abría la boca algo salía mal; ya fuera que su respuesta era demasiado complaciente o que, por otro lado, se extralimitaba con obscenidades y blasfemias innecesarias. Este breve momento de madurez duró poco ya que, por temor a verse envuelto en otro sensual y pesado deja vu, Gallardo se refugió en los trozos de arepa, regados en su plato, organizándolos de tal forma que, ante su mirada se transformaban en un hermoso coñito, blanco y grasoso, orgulloso de sí mismo.

La niña insistió. Siguió hablando durante toda la cena de temas religiosos, mirando inquisidora a Gallardo, provocándolo a meter la cuchara con cualquier comentario que revelara su verdadera personalidad. Absorto, Daniel siguió concentrado en su arepa, pasando pequeños pedazos por debajo de la mesa a Susy, la perra calenturienta, que aún lo perseguía.

-Bueno, creo que es hora de irnos a la cama –anunció Lugo- Daniel está algo cansado del viaje y mañana sale temprano para la costa.

Daniel Gallardo asintió. Se levantó lentamente, temeroso de no abandonar jamás aquella mesa y con un aneurisma cerebral a punto de estallar en su cerebro, de tanto contener sus pensamientos. Se despidió cortés de la señora (inserte el nombre de la vieja aquí), del señor y a la pequeña Marianita la miró como un culo, como prometiendo un segundo round en otra ocasión. Siguieron por la escalera hasta la habitación de huéspedes, donde Gallardo, por supuesto, pasaría la noche. El mismo Lugo se encargó de vestir la cama, con fundas florares, transparentadas, que horas después serían cubiertas de gotas de semen. Lugo advirtió:

-No se preocupe, amorcito: yo paso luego y lo visito. Es para que mis papás no se den cuenta.

Todo este teatro molestaba sobremanera a Daniel Gallardo. Quiso huir y pasar la noche en otro lugar, incluso buscar a Yesid; cualquier cosa era preferible que hacer parte de la farsa de Lugo, sobre todo porque era evidente que los viejos ya sabían que su hijo era maricón. Pasado de 35 años, sin matrimonio anunciado, viviendo aún con ellos y con un amiguito tan guapo y dócil como él, era obvio que se trataba de un caso de mariconitis severa. Lugo abandonó la habitación con un beso al aire; la mirada de Gallardo se desvió enseguida hacia el techo, por el que se colaba luz proveniente de la ventana y un aire fresco que anunciaba lluvia. Estaba cansado, en realidad: la neurosis de Jimbo, su duelo con Isabella, el accidentado viaje con Gustavo, los condones llenos de marihuana y todo ese tiempo trastocado, que de seguro era resultado de todo lo anterior, lo habían llevado al punto de estar tan extenuado que le era imposible ahora conciliar el sueño. Masturbarse era la mejor opción, así dormiría como un bebé. No había sueño más profundo y reparador que el sueño pajero, esa liberación total de tensión, abrumadora delicia, la mano izquierda, rodeando con fortaleza su pene, la derecha agarrando las pelotas y un poco más allá, rozando levemente el ano. Gallardo empezó lentamente, armado de una semi-erección debajo de las sábanas floreadas, con un grado de inclinación de 9.5 hacia la derecha. Continuó frotando de arriba a abajo, de arriba a abajo, recordando la figura delgada de Yesid encima suyo, moviéndose como nunca nadie, gimiendo y gritando suciedades. La puerta de la habitación crujió…

Lugo se asomaba, como había prometido, aunque tiempo antes de lo esperado. Gallardo sintió fastidio: su paja soñada había quedado a medias y ahora tendría que complacer a Lugo, quien caminaba silente para no despertar a la familia.

-Vengo por lo mío, amorcito –dijo.

Gallardo apretó los ojos y concluyó que si había logrado llegar hasta allí, esto sería lo de menos. La mano de Lugo buscó la entrepierna del joven y tomó con fuerza su verga. Gallardo volvió a abrir los ojos. No vio a Lugo. Su mirada se desvió hacia el techo, por el que se colaba luz proveniente de la ventana y un aire fresco que anunciaba lluvia.

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Round 2

La infinita espalda pecosa de Cessair lo había torturado con su peso anteriormente. Años atrás cuando el cuarteto aún no se diluía. Francis Holmmes, acompañado por Daniel Gallardo y Saúl Louis, bajo la tutela de Cessair; ayudaban, sin saberlo, a concretar los misteriosos planes de su líder. Holmmes, sometido por completo, mordía almohadas mientras Cessair lo taladraba inclemente. La última mañana juntos juró que se volverían a ver, incluso sabiendo por boca de Gallardo cuáles habían sido las verdaderas intenciones de Cessair.

-¿Qué crees que tenía esa caja fuerte que le ayudamos a levantar el otro día? –preguntaba irónicamente Gallardo.

-¿Y las fotos que encontramos de ese campamento en su computador? –remataba Saúl.
-Para… -tosía un poco, Gallardo- Paramilitar- terminaba la palabra con más tos.

El mismo campamento del que hablaban sus amigos era ahora el lugar donde Francis se encontraba prisionero, bajo las órdenes explícitas de Cessair: debía ayudar a desarrollar una especie de suero maligno que transformara a sus hombres en súper soldados, bestias asesinas, que condujeran al comandante hasta el dominio de nuevas zonas. El doctor Holmmes había probado las distintas fórmulas desarrolladas en la milicia pero hasta el momento sólo se obtenían seres rabiosos, imbéciles, con súper fuerza, eso sí, pero sin ningún control de la misma o de sus movimientos. Al parecer el suero debía ser aspirado en pequeñas dosis, para lograr el efecto deseado, o de lo contrario los pacientes empezaban a convulsionar y morían, para luego despertar convertidos en aquellas aberraciones subhumanas hambrientas. Holmmes guardaba este secreto: seguía aplicando grandes dosis del suero, sabiendo que los experimentos fallidos irían luego a un campo de sacrificio, ubicado en una zona cercana. Los gritos de los fenómenos se alcanzaban a escuchar en las noches y luego un hedor inmundo se apoderaba del campamento, acompañado por humo denso, resultado de la cremación de los cuerpos.

La única intención de Holmmes, luego de esas dos semanas cautivo, era planear un escape. Había demostrado tanta sumisión y obediencia ante Cessair que ya dormía sin cadenas, sólo vigilado por un par de militantes afuera de la carpa. Esa noche, luego de haber aplicado de nuevo una fuerte cantidad del suero a otro soldado, se aseguró de dejar las correas, que lo ataban a la camilla, un poco sueltas. Los demás uniformados sólo debían esperar a que el monstruo despertara y llevarlo al campo de sacrificio para ser cremado. Esta vez no fue así.

Las convulsiones del soldado iniciaron. Los gruñidos eran fuertes y el forcejeo amenazador. Sin embargo, sus compañeros no estaban habilitados para proceder de inmediato; debían esperar a que la fórmula tuviera efecto positivo y en caso contrario,  desarrollar el plan establecido. Francis esperaba en la oscuridad de su carpa, oía los quejidos del converso y consideraba dedicarse a lo suyo, a la música, luego de su exitoso escape.

Se escucharon fuertes gruñidos y vidrios rotos. Gritos y disparos. Francis se levantó. Los vigilantes de su carpa corrieron en ayuda de sus compañeros. Era el momento. Francis emprendió la huida, sagaz, sin saber exactamente en qué dirección, silencioso, metiéndose por entre los arbustos y ramas de aquella selva más oscura que el color de piel de Gallardo. Corrió sin parar y luego se ocultó tras un grueso árbol y observó. A la distancia se veía como aquella criatura destrozaba los cuerpos de los uniformados, mordiendo con fuerza sus cuellos y saciándose con su sangre y sus tripas. Francis siguió corriendo, temeroso pero seguro de que escaparía; sólo se trataba de encontrar un buen punto para ocultarse hasta el amanecer. Francis continuó corriendo, durante muchos minutos más, casi a ciegas, hasta hallar una zona en apariencia segura.

Bajo un conjunto de ramas se ocultó y escuchó los quejidos de los soldados apagarse. Sabía que la selva estaba resguardada más no le resultaría imposible escapar si se mantenía en silencio, al menos hasta el amanecer. Más allá de la enramada pudo observar una fogata inmensa, a la que eran lanzados los soldados defectuosos; luego de ser mutilados por el resto del ejército. Si Francis era atrapado de seguro iría a parar a las llamas no sin antes ser torturado. Observó un poco más: sobre una roca, uno de los fenómenos, maniatado y llevando un bozal, era abierto de piernas. Varios uniformados lo sujetaban mientras otro lo penetraba sin piedad, llevado por un frenesí inexplicable; un acto repugnante que llevó a Francis a sentir arcadas. Con cada embestida y ante la burla de los soldados, el monstruo parecía enfurecerse; sus ojos enrojecidos y desorbitados parecieron enfocar por un instante la mirada de Francis, quien tuvo que calmarse para no gritar. Al otro lado de la fogata, Cessair estaba sentado, presenciando la escena; ordenando folladas o mutilaciones, según su capricho. A su lado, otro demonio era torturado, esta vez bocarriba, con las piernas sostenidas por un par de soldados y el brazo de uno más perforando su ano. Francis pudo ver como la extremidad entraba y salía sin ningún problema, hasta el codo. Los gritos del muerto-vivo atravesaban el bozal. Cessair alzó una mano y pronto uno de los soldados procedió a sacar su machete. Empezó enterrándolo en la zona del muslo del fenómeno y continuó, atravesando cada vez más carne, tejidos, salpicando de sangre oscura a sus compañeros. Las risas se alzaron por encima de los gruñidos. Pronto la pierna fue desprendida del resto del cuerpo, soltando una cantidad imparable de fluidos sanguinolentos que los soldados celebraron. El acto de fisting post-morten continuó, esta vez con una pierna amputada y Cessair de pie, divirtiéndose con el espectáculo. Francis pudo ver cómo su ex sacaba su grandiosa herramienta y empezaba a menearla ante la sorpresa de sus subordinados. Empezó a soltar un fuerte chorro de orines sobre la cara del torturado contando con los aplausos y rechiflas de todo el grupo. La cabeza del primer fenómeno fue cortada de un tajo, pero eso no detuvo que continuara siendo penetrado por algún tiempo más. Luego su cuerpo fue arrojado a las llamas, lanzando un humo oscuro y un hedor aún más potente que el reinante aquella noche.

Francis escuchó sonidos a sus espaldas. Se ocultó un poco más y vio como entre los árboles, la figura del soldado recién converso se movía en dirección de la fogata, hambrienta aún, más veloz y fuerte de lo que Cessair podría sospechar. 
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Chapinero del Amor V: Revisitado

La noche había pasado tranquila, a pesar de los disparos que se escuchaban en la distancia. Arnoldo se había calmado y ya no babeaba ni intentaba darle mordiscos a Saúl, cada que se le acercaba. Por el contrario, había permanecido silencioso y dócil ante las atenciones de Saúl, cuyo estómago ya empezaba a hablar en lenguas: no habían probado bocado desde el Suchi del día anterior y Saúl temía que no hubiese un McDonalds abierto.

-Tranquilo, tranquilo –le decía a su estómago- Papá encontrará algo para todos.

Desde la calle no se habían vuelto a escuchar los gruñidos de los malvestidos pero el sonido de pasos revelaba su presencia. ¿Y ahora qué? ¿Esta gente mueca se tomaría las calles de Chapinero del Amor? ¿Y luego qué? ¿Las pasarelas de Milán? A Saúl le molestaba esa tendencia indigente que se imponía entre el público hoy en día y mucho más que viniera acompañada de estos actos vandálicos. Los malvestidos no habían vuelto a aparecer pero aún seguía aquel fuerte hedor que invadía cada rincón del edificio. Sin importar cuánto ambientador Saúl aplicara, en la habitación de Arnoldo se concentraba un fuerte olor entre poso séptico y Glade. Saúl dudó si abrir o no la ventana. Uno de esos tipos podía saltar y darle un mordisco y eso posiblemente lo excitaría pero no, no, no estaba bien con Arnoldo en ese estado. Se atrevió a abrirla, tan sólo un poco, pero el aire en la calle también era pesado. Sólo vio ese atardecer intenso que se había repetido por los últimos días, como un mal augurio. Cerró de nuevo la ventana. Se le antojó ir a la terraza, necesitaba salir, orearse un poco y tomar una decisión: el encierro estaba empezando a enloquecerlo.

Se sentó, cruzado de brazos en el piso, con la espalda sobre el muro, protegiéndose del frío. Sintió su barba aún más tupida y se imaginó en una publicidad de perfume; saliendo de la niebla y susurrando el nombre de su marca: S by Saúl.

-Como by Evan Rincón –dijo-

Sacó su teléfono y empezó a marcar tembloso el número de su primo. Un timbrazo, dos, tres, a buzón. Una vez más: uno, dos, tres: la llamada había entrado por primera vez en varios días. Saúl perdió el control del teléfono y este fue a caer en el piso de la terraza. La pantalla empezó a iluminarse y a formar un holograma indescifrable.

La imagen de su primo, Evan, apareció en el aire y Saúl retrocedió sorprendido.

-Hola, mari

-Hola, Evan ¿qué es lo que pasa por el amor a Dior?

-Chapinero está en cuarentena, Saúl –empezó diciendo- Al parecer una extraña epidemia se ha apoderado de la zona y la entrada o salida está prohibida. Lo que he escuchado por las noticias es que el barrio está cercado y que hay temor de que los enfermos escapen e infecten a otras personas. La enfermedad se generó en una discoteca inmensa, por una rara mutación de los vapores generados por muchas botellitas de poppers abiertas al tiempo. Los maricas aspiraron, mari, como para variar –continuó Eván, agachando la cabeza y moviendo las manos, elocuente- y salieron como locos, desgarrando sus ropas, a alimentarse de todo lo que encontraban.

-Un momento, ¿Tú estás escuchando lo que me estás diciendo? Eso quiere decir que voy a pasar mi cumpleaños encerrado aquí…

-Lo siento, mari –la imagen y voz se pixelaron un poco- Yo estoy muy lejos ahora y no puedo ir a buscarte. Tienes que encontrar… -volvió a perderse la señal- …serpientes cascabel… -pixelación- ...cruzando la calle… -más pixelación- …diamantes Swarosky y las Pussycat Dolls –interferencia- …Hay tuneles en… -interferencia y estática- …el bolso más caro del mundo… -estática e interferencia- …practicar el sexo anal y el sexo… -interferencia, estática y pixelación- …¡huye, por favor!

El holograma de Evan empezó a desaparecer sin permitir que Saúl escuchara el resto de la información. Tomó el celular y empezó a darles golpes para intentar que la imagen de Evan regresara para explicarle que tenían que ver las Pussycat Dolls con el sexo anal. Justo en ese momento su celular volvió a vibrar. Se escuchó un susurro en el auricular.

-¡Aló! –gritó Saúl

-Hola, eh, ¿Saúl?

-Sí, con él

-Me gustaría verte, ¿en dónde estás?

-En Chapinero, por favor ayú…

-¿Y qué? ¿Te están dando mucho fleque por allá?

-¡Perdón!

-Sí… ¿te están dando mucho fleque?

-¡Yo no voy a contestar esa pregunta!

Y colgó, dándose cuenta que tal vez sería la última vez que escucharía la voz de alguien por teléfono. Esa voz ronca y sexual que se le insinuaba y que de seguro era alguna broma perpetrada por Daniel Gallardo. Claro: le había dado su número quién sabe a qué viejo loco prometiéndole que obtendría sexo fácil.  No señor, Saúl Louis no era presa fácil y mucho menos en tiempos de Apocalipsis Zombie Gay.

Evan había dicho algo de unos tuneles pero toda la información resultaba confusa. Si había algún túnel, Saúl debería encontrarlo y llevar a Arnoldo con él. Arnoldo; delirante y ardiente. Pensó en bajar de nuevo y mirar cómo estaba. La calle seguía sola y ni un rastro de los zombies. Saúl miró hacía la esquina, más allá de la bodega y vio una figura moverse. Pensó que se trataría de otro más de esos seres agonizantes pero pronto descubrió que alguien se ocultaba tras el muro. Logró identificar a un hombre que movía la mano en su dirección, tratando de llamar su atención. Saúl no supo qué hacer: su corazón se aceleró y temió por la vida de aquél extraño que simbolizaba, tal vez, su último contacto con otro humano. Corrió por las escaleras, como llevado por un especial impulso, hasta llegar a la puerta de metal del edificio y observó por la ventanilla de cristal cromado. No había muchos metros de la puerta a la esquina donde el personaje se ocultaba. Saúl podría arrepentirse de abrir la puerta y encontrarse con uno de aquellos hediondos que lo habían perseguido antes. Lo podía morder o incluso pegarle ese intenso olor de ala. Entreabrió la puerta y enfocó al hombre detrás del muro: se veía sucio, barbado y con unos dreadlocks que le llegaban a los hombros. Parecía haber estado vagando por varios días -o por toda su vida, para ser realistas-. El hombre vio a Saúl y supo que su momento de atravesar la calle sería ahora o nunca. Volvió a asegurarse de la presencia de caníbales y emprendió la carrera hacia la puerta. Saúl abrió más y lo dejó entrar. Se miraron fijamente, una vez adentro, los dos agitados, como esperando el ataque del otro.

Un fuerte estruendo se escuchó escalera arriba. Saúl y el extraño voltearon, viendo a Arnoldo sostenerse, pálido, sobre el nicho donde se encontraba la Virgen. La imagen se había estrellado contra el suelo y la cabeza pesada de la Virgen de lágrimas de sangre rodaba por las escaleras yendo a dar a los pies de Saúl. 
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Cartas de Chelo: La mala hora

Bogotá, 3 de Mayo de 1992

(…)

La noche del primer apagón decidí salir a dar una vuelta por el Parque de la Independencia. Como era costumbre, estaba plagado de hombres; incrementado con la oscuridad el peligro de que alguno resultara siendo un ladrón y se acercara en busca de algo más que amor. Salí a eso de las 6 de la tarde, hora Gaviria, y me senté a fumar un porro en el pasto. Veía cómo se movían de un lado a otro, siluetas cada vez más difusas en la penumbra, en un tiempo desconocido, más claro, adelantado, futuro, por imposición presidencial. El atardecer se extendía ahora hasta pasadas las 7 de la noche y, por tanto, el amor y las sombras tardaban un poco más en llegar al parque. Las últimas caladas del porro las di cuando alguien susurró a mis espaldas:

-Hombre que sabe hablar y contar: dígame cuántas olas tiene la mar.

Esa voz masculina me hizo despertar de mi trance. Al voltear vi a un personaje alto, con mochila cuarteada, que fumaba también un porro. Me extendió su mano, ayudándome a levantarme, y se presentó:

-Polo. ¿Cuál es su nombre?

No le dije el mío. Sin embargo, se soltó a hablar como si nos conociéramos de toda la vida. Contándome que venía de Santa Marta, que su madre no lo había bautizado, que la marihuana de la costa era la mejor y que vivía a dos cuadras de allí. Todo esto ocurrió en un corto lapso de tiempo, durante el cual deambulamos por las escalinatas del parque, de arriba abajo, de abajo a arriba, echando miradas a las parejas que se reunían detrás de los árboles. Mi mayor inquietud en este punto era saber si aquel hombre, Polo, se callaría algún día. Mi mutismo había incrementado ante su presencia y mis pensamientos iban y volvían a la charla, asintiendo con mi cabeza cada vez que Polo hacía una pausa para dar inicio a una nueva historia. Otra inquietud que me invadía era el paseo que habíamos tomado, sin rumbo a ningún lugar, en círculos, como si el samario tratara de despistarme y, posiblemente, robarme.

-Porque las mujeres de la costa tienen algo en el color de la voz, muy ilustrativo, que cuando te dicen: ‘tú sabrás’, uno sabe que próximamente se va a arrepentir de cualquier cosa que haya hecho o dicho. Infalible, como cuando mi madre me decía que estaba ‘buscando la mala hora’, lo hacía con tono que era mitad regaño y mitad burla, como reconociendo que no podía hacer nada para evitar que yo encontrara esa mala hora.

Y así se mantuvo por otra hora más hasta hacerme pensar que había perdido la tarde o la noche -o lo que sea- en una charla pseudo-intelectual acerca de las matronas costeñas e intentando calcular el número de olas de la mar. A continuación sacó de su mochila un papel de color y me lo tendió. “Toma”, me dijo, “es un pez”. Le pregunté qué pez era y me dijo que cualquiera. Volví a callar y me quedé mirando la figurita, recortada finamente y pintada de rosado, con una lentejuela clavada a manera de ojo. Caminamos otro poco hasta la parte alta del parque, al lado de la calle. Yo seguía sosteniendo el pez en la mano mientras Polo disertaba, esta vez sobre lo romántica que se hacía La Macarena con los apagones; como la oportunidad, de perderse entre las sombras y andar de incógnito por el barrio, era única para él. Me invitó a su casa. Me dijo que vivía en un lugar pequeño, allí mismo, que si quería acompañarlo podríamos fumar y hablar un poco más. Hablar era como le llamaba a ese soliloquio en el que había estado sumergido durante dos horas pero para mí estaba bien. Lo seguí con paso reposado y las manos detrás, prestando atención intermitente a sus acotaciones, con una sonrisa de aprobación. Polo me superaba en rapidez ya que gracias a su altura era capaz de dar zancadas más largas. Yo me quedaba un poco detrás, también a propósito, con la esperanza de que me perdiera de vista y poder escabullirme en la oscuridad. Me fue imposible, lo siguiente que escuché fue decir “Aquí vivo”.

El ínfame garaje de La Macarena, ese donde había estado con El Artista, luego de que la Guerrillera lo abandonó por ti, era ahora la residencia de Polo. No pude evitar reaccionar con sorpresa.

-¿Usted vive aquí? –pregunté.

-Sí, ¿qué pasa? –respondió.

Antes de contarle que los últimos 3 años de mi vida habían transcurrido en aquel garaje, decidí pasar. Cualquier historia resultaría mejor contada adentro, con un porro y una taza de café, pensé.

A oscuras fuimos pasando por el pequeño espacio. Yo me detuve antes de tropezarme con la cama que se encontraba en mitad del cuarto. Polo se adentró un poco más y empezó a hurgar en busca de una vela. Escuché cómo cascaba un fósforo y se encendía para iluminar parcialmente el infame garaje. Agudicé un poco la mirada y me encontré ante una imagen familiar, aunque perturbadora. Mi sorpresa, ante la coincidencia de vivienda con Polo, incrementó cuando me topé con una decoración muy similar a la que tuve en aquel lugar: recortes de revistas y periódicos, juntados a manera de collage, fotografías, figuras masculinas por doquier y anuncios pegados en la pared del mismo garaje donde había vivido. Como si el tiempo no hubiese pasado y ese lugar se hubiera congelado por siempre, era observado por los ojos en las fotografías del collage. Algo mareado, decidí sentarme. Polo me ofreció un aguardiente.

-Este collage tiene vida propia –dijo- Las figuras cambian de posición y forma según mi estado de ánimo y le añado y quito cosas dependiendo de nuevos descubrimientos. Los anuncios en búsqueda de pareja del periódico son mis favoritos pero también tengo preferencia por algunas postales. ¿Qué te parece?

Continué en silencio. Sólo sonreí levemente y me tomé el aguardiente.

-Usted no me va a creer pero yo viví aquí algún tiempo. Y mi sorpresa es tal cuando descubro que usted lo ha decorado de forma muy similar a la mía. –Le dije y me puse de pie.

-Ah, tenemos algo en común –encendía otra vela- Yo llevo aquí muy poco, recién me mudo, pero tengo la sensación de haberlo visto antes.

-¿En serio? Es posible. En este barrio todos se conocen. “Tú sabes mejor que yo, que yo no soy el mejor”. Yo tenía este mismo recorte pegado a esta pared. Salió en la prensa hace algunos años; en los anuncios.

-No sé cómo lo encontré.

Guardé silencio una vez más. Me sentí algo tomado del pelo. De repente me di cuenta que, a pesar de haber estado hablando por más de una hora, Polo no había contado en realidad nada acerca de su vida, sólo puras nimiedades y relatos sin sentido que rayaban más en la fantasía que en la realidad. Lo único verdadero era que vivía en aquel lugar o eso parecía y que no planeaba dejarme ir fácilmente.

-Siéntate – me dijo o me ordenó.

Me tambaleé un poco antes de ocupar de nuevo mi asiento. La voz de Polo, otrora relajante, se tornaba ahora intimidante. Podría haber sido la bebida o que en la oscuridad mis ojos no funcionaban tan bien cómo debían. La silueta de Polo se movía de un lado a otro. Algo me decía, algo inaudible o tal vez no estaba hablando para mí, hablaba solo, para sí, como lo había hecho durante la última hora, comprendí. Posiblemente recitaba algún poema de Raúl Gómez Jattin: “Si mis amigos no son una legión de ángeles clandestinos, ¿qué será de mí?”, creo que alcancé a susurrar.

-“Si las nubes no anticipan en sus formas la historia de los hombres”… Como que nos gustan los mismos versos, ¿no, Chelo?
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